Cualquiera que lea estas líneas podría sorprenderse por el postulado inicial: “los malos siempre ganan”. Probablemente todos hayamos crecido viendo historias (revistas, películas o series) que enseñaban precisamente lo contrario, y en las que el bien siempre prevalece sobre el mal. El que las hace las paga.
Mas allá de la naturaleza algo menos espectacular que puedan tener los conflictos propios del mundo adulto, nuestros presuntos salvadores no tienen capas ni espadas. Tampoco superpoderes ni habilidades que los distingan de cualquier ciudadano común. Cuando tenemos un conflicto lo suficientemente serio como para no poder resolverlo por nuestros propios medios, todos los que hemos aceptado vivir en sociedad, suscribiendo el llamado “contrato social” debemos acudir ante un Juez o Fiscal (según el caso).
El derecho penal prevé una serie de postulados, y cuando no se cumplen contempla la aplicación de una sanción determinada (prisión, inhabilitación o multa). Estos no son más que normas a las que debemos atenernos si no queremos ser castigados por incumplirlas. Para no aburrir al lector, tan solo baste con señalar que este concepto emerge del “Leviatán” de Thomas Hobbes, quien señalaba que el Estado es un pacto que realizan todos los hombres para subordinarse a un gobernante que garantice el bien común. Este autor sostenía que las normas eran órdenes. Y que el derecho penal consiste de “órdenes+amenazas”. Luego Jeremy Bentham y Jhonn Austin sostuvieron (entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX) que eran tan importantes las ordenes como las amenazas, ya que era mas efectivo transmitirle a alguien “si matas a una persona serás condenado a una pena de entre 8 a 25 años de prisión” que decirle “no mates”.
No resulta aventurado concluir que el derecho penal comunica a toda la sociedad (en general) y al delincuente (en particular) cuales son las conductas valiosas y cuales son las disvaliosas. O dicho de otro modo, que es lo que puede y que es lo que no puede hacerse. Sin embargo, debe generarse entre todos los suscriptores de este pacto social la expectativa cierta de que el incumplimiento de estas ordenes traerá siempre aparejada una sanción.
Cuando el Estado castiga una contravención está reafirmando el imperio de la ley. Muy por el contrario, cuando omite cumplir esta función sancionadora, no hace más que debilitar su propia autoridad. Cede el margen de poder que los ciudadanos le habían conferido y cada cual empieza a actuar de acuerdo a su propio arbitrio, acercándonos cada vez más al “estado de naturaleza”.
Volvamos al siglo XXI. ¿Qué es lo que vemos hoy quienes ejercemos el derecho penal? Asistimos con perplejidad a un inexplicable fenómeno. Jueces y Fiscales que ante onerosos fraudes (o delitos de otra naturaleza) sancionan a los responsables con penas que son dejadas en suspenso (algo así como la “tarjeta amarilla” en el fútbol).
¿Qué interpreta el delincuente? Que el delito rinde sus frutos. Que si uno se decide alguna vez a quebrantar la ley, nada mejor que hacerlo por un monto que valga la pena. Y si no es enviado a prisión, carece de sentido devolver el dinero malhabido.
¿Qué le comunica el derecho penal? Que cuanto más “robe” (defraude o el verbo que sea) mejor. No demanda demasiado esfuerzo advertir que de este modo se está alentando la comisión de delitos.
¿Qué piensa la víctima? Qué exponer conflictos o denunciar delitos ante las autoridades no tiene sentido.
¿Qué podría hacer la víctima en el futuro? Resignarse o resolver el problema por sí misma, derivando en los famosos casos de “justicia por mano propia”, que a diferencia de la justicia legal, sabemos que no tiene límite. Lo cual tan peligroso como fomentar el delito.
¿Qué opina la justicia? Habitualmente oímos excusas tales como “…es que en estos casos no imponemos penas de efectivo cumplimiento…”, “…la víctima quiere venganza, no justicia…”, “…es un problema económico y la justicia penal está para otra cosa…”, entre tantas otras formas de eludir la responsabilidad que emerge de su autoridad e investidura.
El derecho penal (por otra parte) es una ciencia que debe resolver graves conflictos humanos. Y como tal debe responder a una serie de normas y postulados que permita el tratamiento en forma previsible de la mayor cantidad de casos. El problema ocurre cuando algunos funcionarios están tan enamorados de esa ciencia, que se olvidan de los conflictos que está llamada a resolver.
Tales circunstancias han generado un debate interesante entre abogados y funcionarios judiciales, pues los primeros sostienen que a poco que se empiece a enviar -efectivamente- a prisión a los delincuentes (sobre en los delitos económicos), las víctimas no solo recuperarán rápidamente el dinero, valores o efectos sustraídos, sino que habremos de observar -además- un notable descenso de los índices delictivos. Esto obedece a la propensión natural de todo individuo a permanecer libre, ya que el último bastión de resistencia psíquica es, precisamente, la libertad personal.
En caso contrario, los “malos” no solo habrán de triunfar, sino que quienes alguna vez fueron “buenos”, en algún momento se convencerán de convertirse en “malos” y todo quedará reducido a una lucha entre “malos” y “malos”, en la que siempre ganará (irremediablemente) el peor.
Autor: Dr. Gonzalo Peydro
Abogado penalista. Director en Estudio Peydro & Asociados